miércoles, 28 de junio de 2017

Empezar a leer

"Se puede empezar a leer por cualquier parte. Todo vale. Historietas, novela rosa, sagas juveniles, libros menores y contemporáneos, libros buenos y malos, libros cualquiera. Pero los libros hablan de otros libros. Y tarde o temprano, el que lee mucho termina por preguntarse qué habrá escrito ese tal Shakespeare, por qué tantos libros mencionan a Dickens o a Cervantes, quién era el doctor Fausto, que hizo de especial Madame Bovary para que todos se acuerden de ella, por qué lloraba Werther, cómo y por qué volaba Remedios la Bella, que tendrá de Divina esa famosa Comedia. Así, en una mezcla enmarañada de títulos con autores y personajes, los clásicos aparecen y se imponen a los ojos del lector." (Ana María Shua, acá)

sábado, 17 de junio de 2017

Continuidad de los campos de juego

El presidente del club había decidido ver el partido desde ahí. Tuvo que levantarse varias veces para hablar por teléfono, y en cada ocasión se volvía a sentar nervioso frente a la tele; la derrota se le impregnaba en los huesos poco a poco, el hincha se imponía sobre el dirigente. Esa tarde, después de hablar con el tesorero y terminar de definir el temita del árbitro, había sentido la tranquilidad de que todo iba a salir bien, el equipo iba a remontar el mal resultado de la primera final y se quedaría con el título. Despatarrado en una de las incomodísimas sillas del club, de espaldas a la puerta de aquella utilería inmunda, lo que ocurría sobre el verde césped había convertido su confianza previa en esa sensación de fracaso inevitable. Su memoria repasaba los nombres y las imágenes de los protagonistas del desastre; las consecuencias serían nefastas. Gozaba de esa suerte de placer masoquista de ver el derrumbe de todo lo que lo rodeaba, y sentía que su cabeza iba a ser la primera en rodar, que los pretextos y las excusas ya no servirían de nada, que después de tener la gloria al alcance de la mano la catástrofe se cerniría sobre el aire de la noche. Jugada a jugada, abatido por la innegable superioridad del equipo rival, puteando a Dios y María Santísima por las malas decisiones de sus jugadores, fue testigo del último bochorno en el campo de juego. El primero que pegó fue Salerno, descontrolado; de inmediato se armó una batahola en la que no faltaron trompadas, cabezazos y caras ensangrentadas. Admirablemente algunos trataban de separar, pero otros redoblaban la locura, parecían haber entrado a la cancha nada más que para esa batalla campal, reproducida para todo el mundo por las cámaras de televisión. A Salerno la furia se le notaba en el pecho, en la camiseta ensangrentada. Las corridas habían convertido el estadio en un nido de serpientes, y se sentía que, de algún modo, todo había estado definido desde siempre. Hasta que esos contrarios que rodearon a Salerno, como queriendo calmarlo y apartarlo, parecieron recordarle abominablemente la figura del que sí era necesario destruir. Nada había sido olvidado: mentiras, engaños, promesas rotas. Salerno comprendió que, a partir de ese instante, cada gesto estaba claramente previsto. Los restos de la despiadada hecatombe no podían interrumpir su salida del campo de juego. Era el fin.

Sin mirar a nadie, ciego por la tarea que ya sabía que lo esperaba, Salerno se metió en el túnel. Sus compañeros se quedaron en la cancha a la espera de lo que dispusiera el árbitro. Desde el túnel, Salerno se volvió un instante para ver una vez más los resabios del descontrol. Caminó sin detenerse, esquivando empleados del club, hasta que distinguió el pasillo que lo llevaría a su destino. Ahí no tenía que haber cámaras de la televisión, y no había. La seguridad privada no debía estar, y no estaba. Recordó las tres ofertas que había recibido para irse a jugar al exterior y que el presidente había desestimado. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban sus palabras: ya te vamos a vender, Salerno, vos tranquilo, ustedes ganen la copa y te vas a Europa. Mentiras, engaños, promesas rotas. Abrió las puertas de los dos vestuarios. Nadie en el primero, nadie en el segundo. La puerta de la utilería inmunda, y entonces sí, toda la furia fuera, los rayos catódicos del televisor, las incomodísimas sillas del club, el presidente despatarrado en una silla viendo el partido.